Suena el despertador, y Sara se levanta, como cada día, a las 7’45. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Se incorpora con cansancio y arrastra los pies hacia el cuarto de baño. El espejo le devuelve la imagen de un rostro extraño, desconocido. Sara no recuerda en qué momento comenzó a extrañarle su propio rostro. Se quita las legañas e inicia su ritual matutino. Una ducha de agua templada, ni muy fría, ni muy caliente. Un poco de maquillaje para disimular su tez cetrina y sus ojos hundidos. Un traje sencillo y conservador, para no llamar demasiado la atención. Unas pequeñas hebillas a cada lado de la cabeza para recoger su media melena. Sara tiene el cabello de su madre, una melena espesa y leonina, que intenta dominar con escaso éxito. Se pone los zapatos y se mira por última vez en el espejo. No hay aprobación, no hay satisfacción, no hay reconocimiento. Sara observa su reflejo y se tolera. Tolera su piel cetrina, su melena descuidada y sus ojos apagados. Ojos sin brillo, ojos sin vida. Ojos de muerto, se dice.
Sara sale de casa, como cada día, a las 8’15. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Coge el mismo autobús que lleva cogiendo los últimos 5 años para llegar a la oficina exactamente 40 minutos después. El mismo recorrido, la misma oficina, y las mismas personas que no se molestan en detener su mirada sobre ella. Sara es invisible.
En la oficina, olor a café y a ambientador de limón. Teléfonos sonando, el pitido de la impresora, y unos desganados “buenos días” de sus compañeros de despacho. Sara responde con la misma desgana y se instala en su mesa. En ella tiene un montón de expedientes que ordenar, formularios por rellenar y alguna que otra tarea más que le ha anotado su jefe en un post it. Sara busca con la mirada la pequeña maceta que tiene junto al ordenador. Es una orquídea que su padre le regaló hará unas semanas, y Sara ha desarrollado un inexplicable cariño hacia la flor. La orquídea es de un vibrante color lavanda, y desprende una vitalidad que a Sara le suena lejanamente familiar. Todo en la vida de Sara es de color gris: su casa, su oficina, su ropa, incluso ella misma. Sobre todo, ella misma. Pero la orquídea no. La orquídea está viva y desafía a Sara cada mañana desde su humilde rincón en el escritorio. Sin embargo, hoy la maceta no está en la mesa, sino en el suelo, con la tierra desperdigada y la orquídea maltrecha. Alguien ha debido de tirar la pequeña maceta al dejar la montaña de expedientes sobre su mesa. Por accidente, seguramente. O tal vez no. Sara recoge con cuidado la tierra y sostiene la frágil orquídea entre sus manos. Uno de los pocos pétalos que le quedan se cae de forma lánguida, al igual que la lágrima que Sara intenta reprimir a duras penas.
La sensación de pérdida es abrumadora. No es lógica, no es coherente, pero inunda todo su ser como si de una marea negra se tratase. Sara comienza a sentir calor en su cara, su piel arde y su respiración se acelera. Las lágrimas comienzan a deslizarse por su cara como perlas hechas a base de sufrimiento y dolor. Sara corre hacia el cuarto de baño, acongojada por la vergüenza y la humillación, y se encierra allí. No puede parar de llorar y miles de pensamientos se apelotonan en su cabeza. Pensamientos de frustración y de rabia silenciados durante años. Sara quiere pegar, morder, gritar. Gritar con toda la fuerza que ha reprimido durante todo este tiempo, y mostrar todo el miedo y el dolor que lleva como una losa en su simulacro de vida.
Pero Sara calla. Una vez más, silencia su frustración y su dolor, y traga sus palabras. Se limpia las lágrimas que han corrompido su rostro, y vuelve a su despacho para enfrentarse con las miradas de reproche de sus compañeros. Estoy muerta, se dice. Nada importa ya, se dice. Toma aire y comienza con sus tareas. Como cada día durante los últimos 5 años.
Sara vuelve a casa después de su jornada laboral como si de un espectro se tratase. Se desnuda, se pone su ajado pijama y se desmaquilla frente al espejo. De nuevo, su reflejo la observa de forma cruel e inquisitiva. Un día menos, se dice, intentando animarse un poco. No lo consigue. Coge uno de los libros de la estantería con la intención de perderse en sus páginas y huir de su anodina vida. La casualidad (si es que existe) hace que del interior del libro caiga un pequeño rectángulo de papel con unas breves palabras impresas en él. Una tarjeta de visita. Sara recuerda: es un psicoterapeuta que su amiga le recomendó. Había olvidado completamente la existencia de dicha tarjeta, y la mira con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Sara tiene en sus manos lo que puede ser un trozo de papel insignificante, o el primer paso hacia un viaje desconocido. Sara piensa que ya no le queda nada que perder, así que, ¿por qué no intentarlo? Con dedos temblorosos marca el número en su móvil y escucha por primera vez la voz del que será su terapeuta…
Una vida después…
Suena el despertador, y Sara se levanta con cansancio, pero ya no arrastra los pies. Se dirige al cuarto de baño sintiéndose un poco más ligera, como si alguien le ayudara a portar su carga. Se ducha con el agua ligeramente fría para disfrutar de la sensación refrescante en su piel. Se maquilla y añade un poco de color a sus pómulos, como si de un atisbo de esperanza se tratara. Elige una blusa de color coral que le favorece mucho más que sus trajes grises. Deja el cabello húmedo para que se vaya secando de forma natural, realzando el rizo de su melena. Y cuando se mira al espejo por fin, se ve en él. Ya no es una desconocida la que le devuelve la mirada, sino una nueva Sara que intenta encontrar su propio reflejo.
Sara sube al mismo autobús que lleva cogiendo durante los últimos 5 años para dirigirse a la misma oficina, en la que encontrará a las mismas personas de siempre. Pero eso no importa, porque ella ya no es la misma. Desde aquella llamada de teléfono (o llamada de auxilio, como ella lo llama), Sara ha comenzado una psicoterapia para re-descubrirse a sí misma. Sara recuerda en el autobús la sensación de incomodidad del primer día, sentada frente a aquel hombre que le inspiraba sentimientos encontrados. Aquel hombre se ha convertido a día de hoy en su confesor, su amigo, su apoyo incondicional, su reflejo en el espejo. Su terapeuta. Y juntos han iniciado un camino del que Sara ya comienza a ver frutos.
Sara ha encontrado un lugar en el que pegar, en el que morder, en el que gritar. Y vaya si grita. Cada semana, en su sesión, grita todo aquello que ha ido guardando en su interior. A veces grita con todas sus fuerzas, otras tan sólo susurra, y muchas son las veces que grita en completo silencio. Sara ya puede gritar porque ya tiene a alguien que le escucha. Y desde ese primer día de desconfianza, cada miércoles Sara grita y se vacía por dentro.
El autobús alcanza su destino y Sara llega a su despacho con ilusiones renovadas. Lleva un pequeño tesoro bajo el brazo: una orquídea blanca que le ha regalado su terapeuta. Sara no termina de comprender exactamente por qué, pero intuye que la orquídea simboliza algo importante para su terapia. Elige un sitio privilegiado y coloca la pequeña maceta en una repisa de su escritorio, a salvo de manos torpes y malas intenciones. Enciende el ordenador y se dispone a cumplir con sus tareas. Sara comienza a revisar expedientes mientras la orquídea la observa, con todas sus promesas de futuro, desde su humilde repisa…
Comentários